Hasta hace muy pocos días, la revolución de Libia parecía camino al fracaso. Las tropas rebeldes, indisciplinadas y sin una dirigencia clara, no lograban romper las líneas del dictador Muamar al Gadafi. Y en las cancillerías de Londres, París y Washington, las capitales más comprometidas en la campaña, cundía el pánico ante lo que parecía una aventura bélica sin final a la vista.
Pero en menos de 36 horas, Trípoli se desplomó. La capital de Libia, que para Gadafi iba a ser “la tumba de los mercenarios, de los traidores y de las ratas”, no resistió. El anillo de acero que había anunciado el dictador se rompió el 20 de agosto, y esa noche, en las mezquitas de Trípoli, después de los rezos del Ramadán, muchos jóvenes empuñaron las armas y gritaron consignas hostiles en las propias narices de Gadafi. En pocas horas la bandera roja, verde y negra de la rebelión flotaba sobre la Plaza Verde, ahora de los Mártires, en pleno centro de la capital.
El paso decisivo
Todo había comenzado en febrero, cuando una manifestación en Bengasi, convocada en medio de la ola de protestas que atravesaba al mundo árabe, fue brutalmente reprimida por las fuerzas gubernamentales. Lejos de mantener una actitud pasiva, los rebeldes libios pasaron a la acción, y Gadafi no tuvo inconveniente desde el principio en desatar sobre ellos la fuerza de su Ejército, con tanques, artillería y cazabombarderos.